sábado, 6 de diciembre de 2008

Thomas Mann y Nietzsche


No me parece disparatado afirmar que fue Alemania el país donde se forjó la imagen cultural de los últimos dos siglos, a través del romanticismo en el XIX y de toda la literatura, la filosofía y la música que de aquella corriente ha brotado; a través de la ciencia en el XX, con todas las consecuencias que sabemos, ya que ahora mismo las estamos viviendo. Errores universales y aciertos de la misma envergadura han hecho de Alemania un centro de la tierra. Entre Goethe, Hölderlin, Novalis, Hegel, Schopenhauer, Beethoven, Wagner y Nietzsche, por un lado, y el cambio al que obligó a la humanidad la nueva física, podemos afirmar que el bien y el mal que nos rodean y nos moldean, en el cuerpo y en el alma, han sido obra del genio alemán. Hasta Marx y Freud han escrito en el idioma de Goethe y deben a sus raíces culturales casi todo lo que han realizado para el ser humano, dentro y fuera de Alemania. Bastaría, por ejemplo, recordar la existencia de algunas pequeñas ciudades alemanas del siglo pasado, donde la filosofía y la poesía otorgan un sentido nuevo a la aventura humana, o a un diminuto centro universitario como Gotinga y la cantidad de genios innovadores que han vivido allí en los años veinte y treinta de nuestro siglo (físicos, matemáticos, biólogos, etcétera) para comprender hasta qué punto descendemos de unas cuantas personalidades que, en la soledad y a menudo en el anonimato, como Nietzsche, han influido en el desarrollo de todas las disciplinas y han obligado a las élites de todos los continentes a modificar sustancialmente su modus vivendi intelectual. Y más tarde, ya durante nuestra propia contemporaneidad, nombres como los de Rilke, Thomas Mann, Martin Heidegger, Ernst Jünger, Robert Musil, Franz Kafka, Hermann Broch o Hermann Hesse han continuado la tradición y siguen representando un papel de primer orden en el marco de la transformación que supone este final de algo, como lo hemos visto aquí en nuestra crónica de la semana pasada.

Es posible afirmar hoy que uno de los escritores que más han contribuido a la aceleración de nuestra andadura ha sido Federico Nietzsche, a pesar del mal antecedente en que lo han colocado los inefables monigotes de papel que han tratado, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, de identificarlo con los horrores nazis, incitándonos a pensar que el superhombre hitleriano no era sino una fiel imitación del de Nietzsche, lo que es, no diría una calumnia porque no merece la pena insistir en la comparación, sino una ignorancia, un deseo pigmeico de encontrar responsables en conciencias ajenas o de reducirlo todo a la enanidad de uno mismo por pura falta de comprensión, por odio y por afán de destrucción. Nietzsche fue, como lo define Thomas Mann en un ensayo (en el libro Schopenhauer, Nietzsche, Freud, editado por Plaza y Janés, Barcelona 1986, en la excelente traducción de Andrés Sánchez Pascual) “un resumen de todo lo europeo”. Es, pues, desconocer, menospreciar u odiar a Europa el tratar de hacernos confundir a Nietzsche con simples sueños políticos. Era de esperar que las mismas personas que se empeñaron después de 1945 en responsabilizar al autor del Zaratustra de los campos de concentración responsabilizaran a Marx del gulag soviético. El acercamiento hubiera sido, hasta cierto punto, más lógico y explicable, pero aquellos intelectualillos criados en la sombra de Sartre y de otros engendros seudofilosóficos de la misma calaña, no se dedicaron nunca a ser fieles a la verdad y jamás brillaron por su apego a la lógica. La afirmación de Thomas Mann me parece justiciera, después de tantos decenios. Heidegger y Jünger fueron también acusados de las mismas ingentes responsabilidades, en el marco de la misma mistificación. Y yo también fui acusado por la misma jauría antihumana, en 1960, de haber tirado judíos a los hornos crematorios alemanes, mientras afortunadamente, estaba pasando mis trabajos y mis días en un campo de concentración nazi, en calidad de prisionero. Cosas de la Historia...

Pero volvamos a la interpretación, deslumbrante de inteligencia y comprensión, que Thomas Mann dedica al solitario de Sils Maria, al solitario de todos los sitios, ya que la vida de Nietzsche, una vez separado de la Universidad de Basilea, fue un itinerario a través de la soledad, tanto en las montañas suizas donde pasó sus veraneos, como en Venecia, Niza o Turín, donde escribió la mayor parte de una obra a la que [sic] nadie leía y nadie quería editar. Sabemos, según los mismos diarios de Thomas Mann, que su novela más importante, El doctor Faustus, es una especie de biografía de Nietzsche. La misma escena en que el protagonista de la novela, el músico Adrian Leverskühn, es llevado por alguien a un burdel, en lugar de a un restaurante, y donde habrá de contraer una terrible enfermedad, que acabará con él de un modo tan trágico y penoso, está inspirada en la biografía del filósofo. Se trata, por supuesto, de una biografía espiritual, hasta cierto punto fiel a la vida de Nietzsche, pero lo que Thomas Mann se propone al escribir su libro al final casi de su vida, es identificar el destino del pensador con el de Alemania y de Europa. Y este destino brota desde una enfermedad. Escribe Mann: “Se ha dicho a menudo y yo quiero repetirlo: la enfermedad es algo meramente formal, y lo que aquí importa es aquello con lo que la enfermedad se asocia, aquello con que la enfermedad se llena de contenido. Lo que importa es quién está enfermo: si el estúpido que no sobrepasa el nivel medio y en el cual la enfermedad carece ciertamente de todo aspecto cultural o espiritual, o un Nietzsche, un Dostoievski. Lo patológico-médico es una cara de la verdad, es su cara naturalista, por así decirlo.”

La enfermedad, por consiguiente, puede tirarnos a la basura, hacer de nosotros algo peor de lo que éramos antes de contraerla, o, al contrario, elevarnos a enormes alturas, que fue el caso de Nietzsche y de muchos escritores de su tiempo. La tuberculosis en el siglo XIX, en Chopin y los poetas, constituyó una auténtica escalera hacia niveles muy elevados de conciencia. Sin embargo, la pregunta que me parece legítimo plantear ante esta interpretación de la enfermedad, de la que Thomas Mann trata también en La montaña mágica, como en Muerte en Venecia, sería la siguiente: ¿De qué enfermedad ha padecido aquella Europa a la que el novelista enfoca según la perspectiva que antes hemos visto? Si Nietzsche fue anticristiano hasta puntos insoportables de subjetivismo enfermizo, entonces podríamos quizá, y por encima de la interpretación de Thomas Mann, deducir que nuestro continente se pone enfermo y cae luego en sus peores abismos interiores y hasta exteriores (me refiero a su itinerario político desde que se autosituó en la estela agnóstica) en el momento en que abandona el cristianismo. Desde el siglo XVIII quizá. El drama es tan atroz, tan cerca de nosotros todavía, que ni siquiera Thomas Mann lo ha enfocado correctamente.

Nietzsche firmaba “el Crucificado” sus cartas del período de su locura, cuando contactaba con el inconsciente personal y colectivo (todo inconsciente colectivo es religioso, pensaba Jung), se identificaba, pues, con Cristo en su momento de peor sufrimiento, cuando la enfermedad había logrado elevarlo a una cumbre, superior a la que había alcanzado en sus momentos de lucidez lógica. ¿No tiene esto un significado envolvente? Quiero decir aplicable a Occidente, un significado que los alemanes han vivido en su propia carne espiritual, por así decir, y han sabido expresar a través de los nombres trágicos que citaba yo al principio de las notas de hoy. La enfermedad de Europa es la que define Nietzsche en esta frase inolvidable para sus lectores, e imperdonable: “La única inmortal mancha deshonrosa de la humanidad” es como el autor de Más allá del bien y del mal define al cristianismo. ¿Cómo tomar en serio a Nietzsche en sus demás afirmaciones? Tiene razón Thomas Mann cuando compara a Nietzsche con Oscar Wilde, convencidos los dos de que es la belleza, y la manera de filosofar sobre ella que es la estética, lo que nos da la clave del todo. Pero la belleza es sólo apariencia (Wilde decía: “El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo invisible” y el Dionisio de Nietzsche lo pensaba de la misma manera, igual que el escritor Aschenbach en Muerte en Venecia), lo que, evidentemente, nos lleva a otra contemporaneidad: el impresionismo. Pero también a la clasificación, tan acertada, a la que llega Kierkegaard cuando sitúa lo estético en lo más elemental en la escala del conocimiento: estético, ético y religioso, este último como máxima posibilidad de acercamiento a la verdad. ¿No es aleccionador? Bajo este aspecto Nietzsche se nos aparece como un polo opuesto a Dostoievski. Es verdad que admiró al Crucificado, pero sólo por su muerte en la cruz, símbolo del más terrible espíritu de sacrificio heroico, pero nada más, nunca consideró a Jesucristo como al Hijo de Dios y jamás aceptó la idea de la Resurrección, sin la cual el cristianismo no tiene sentido. Estaba, pues, profundamente influenciado por los prejuicios de su fin de siglo, uno de los peores en la historia de la humanidad, los decenios del triunfo del naturalismo y del determinismo más chabacano y contraproducente para la especie humana, padres de las dos Guerras Mundiales y de la Revolución de 1917. En este sentido, incluso comparado con Wilde, Nietzsche no se salva. Anuncia, sí, desastres y podemos considerarle como un profeta, pero ¿cuál es la solución que nos ofrece? La vida, para él, era “atrocidad” y “explotación”, algo profundamente malvado, al estilo en que ciertos gnósticos la enfocaron también, actitud típica de “tempora pessima”, pero desprovista de cualquier posibilidad salvífica. Me encantan las críticas que Nietzsche dirige al socialismo, a la democracia como forma de vida social decadente, a ciertos prejuicios de su tiempo, pero esto no me basta. “Venenoso odiador de la vida superior”, supo definir al socialismo, pero, ¿cómo olvidar su crítica histérica y completamente aberrante del cristianismo? Un destino hamletiano fue el suyo, y es así como Thomas Mann define al Nietzsche eterno, por llamarlo de una forma histórica y literaria el mismo tiempo. Penduló incierto entre odios y amores, admiró a Wagner, para dedicarle luego el panfleto más odioso e injusto, declarándose admirador de la música francesa y de la ópera Carmen, de Bizet, a la que prefería a Tannhäuser y a la Tetralogía. Las mujeres se apartaron de él, con su instinto de selección que casi siempre acierta, como le pasó con Lou Salomé y, me imagino, con otras de las que no tenemos noticia.

Sin embargo, el espíritu alemán contrapuso a aquel nihilismo exacerbado, antisocrático y anticristiano, postromántico pero también influido por las peores escorias del final del siglo, una técnica universal que continuaba la música de Wagner, soteriológica en sus intenciones más ocultas. Me refiero a la ciencia, a la que Nietzsche odiaba también, quizá con razón esta vez porque no era más que una complicada degeneración, en los tiempos en que él escribía sus libros. Alemania se reinserta en lo actual y contribuye en [sic] la formación del nuevo espíritu occidental, con sus grandes científicos y sus inigualables escritores y pensadores, a los que, a lo mejor, Nietzsche hubiera rechazado también en cuanto seguidores de aquella “religión para esclavos” que su mente no había podido comprender.

Vintila Horia, en El Alcázar, 1 de mayo de 1986