viernes, 17 de julio de 2009

Elogio de la locura como incertidumbre


Petrarca escribió casi toda su obra en latín y pensó siempre que, debido a ello, iba a enfrentar con éxito la batalla con la eternidad. Y, sin embargo –con excepción quizá del Secretum-, lo único que la haya sobrevivido hayan sido sus versos en italiano, el famoso Canzoniere del que disfrutaron los enamorados y se alimentaron los poetas desde el siglo XIV hasta hoy. El primer humanista se había equivocado de latitud crítica y había apostado por un caballo que acabó perdiendo. Lo mismo le sucedió a Erasmo, de cuya inmensa obra, toda ella en latín, que dominó dos siglos de pensamiento teológico europeo y desencadenó el erasmismo en España, sólo sobrevive su Elogio de la locura, obra escrita por divertimento, como él mismo lo confiesa. La idea del libro brota en su imaginación durante un viaje por Italia, en 1515, cuando escribe: “... para no malgastar todo el tiempo que había de pasar a caballo, en charla intrascendente y vulgar, preferí algunas veces reflexionar conmigo mismo... y, como la ocasión no parecía adecuada para un ensayo serio, me pareció que podía hacer para divertirme el elogio de la locura.” Estas líneas aparecen en la introducción al libro y están dirigidas a Tomás Moro, su amigo inglés con el que iba a volver a encontrarse poco después. Esta obra, como bien dice José Luis Vidal en el excelente estudio introductivo [sic] que le acompaña, no fue escrita por Erasmo “... con el propósito de dar lo mejor o lo más sustancial de su pensamiento”. ¿No le había ocurrido lo mismo a Petrarca? Y, hasta cierto punto, a Montaigne, quien, decenios más tarde, de viaje hacia Loreto, compone a caballo un libro menos serio que sus Ensayos pero todavía de una enorme actualidad y de un interés que, si no sobrepasa el nivel de su obra ensayística, la iguala en la maestría con que el autor maneja los colores de la actualidad más plástica y cotidiana.

El problema que uno se plantea desde las primeras páginas de la Laus stultitiae es de matiz cervantino. ¿Y cómo evitarlo? En otras palabras: ¿hasta qué punto son El licenciado Vidriera y el mismo Quijote consecuencias de una atenta lectura y de un profundo entendimiento del divertimiento erasmiano? Bataillon había afirmado rotundamente: “Si España no hubiera pasado por el erasmismo, no nos hubiera dado el Quijote.” Si Cervantes había o no leído el Elogio es tema secundario para nosotros. Es más probable que lo haya conocido, de alguna que otra manera, durante su estancia en Italia, dentro de una situación necesitaria que todavía implicaba el conocimiento si no la lectura de un autor tan famoso en la Europa de entonces, desesperadamente entregada a una lucha típicamente petrarquista, la de saberse uno cristiano o pagano, en el marco de una polémica que ningún escritor serio de la época logró resolver a favor del uno o del otro de los dos conceptos que desgarraron las entrañas de Petrarca y de todo el Renacimiento, hasta el mismo Miguel Ángel. La aegritudo del Secretum se había vuelto stultitia. Y si Cervantes había o no conocido a Erasmo es como afirmar que Flaubert procede en línea recta, o subversiva, del Mundo como voluntad y representación de Schopenhauer. La cuestión, para una correcta y poco erudita perspectiva literaria, relacionada con poiesis, me parece exenta de importancia.

Queda por esclarecer –e ignoro si algún crítico universitario lo ha esclarecido hasta la fecha- el tema de “la locura de la cruz”, que Erasmo añade a los demás temas demostrativos de la presencia de la locura en todas las actividades humanas. José Luis Vidal escribe (en la edición del texto traducido por Antonio Espina y que también merece elogios, editado por Planeta, Barcelona, 1987): “... la Locura (aquí, no obstante, más que en ningún otro sitio, Erasmo parece descuidar la ficción por él dispuesta y es su voz misma la que creemos oír) da un paso más y apela a su presencia misma en la Escritura.” El texto, muy polémico por cierto, reza así: “Cristo mismo, para socorrer la locura de los hombres, siendo como era la sabiduría del Padre, se hizo necio también él, en cierto modo, cuando, al tomar la naturaleza humana, tomó la figura de hombre; igual que se hizo pecado para redimirnos del pecado. Y no quiso redimirnos de otro modo que por la locura de la cruz, por medio de apóstoles obtusos y vulgares, a los que a propósito recomendó la necedad.” Es lo que fue llamado en su época, por los partidarios de Erasmo, “la locura salvífica”. Es cuestión de semántica. El latín se presta a muchas interpretaciones. Imbecillitas no es lo que pensamos en román paladino, sino debilidad y, también, cobardía. Stultitia puede ser necedad, estupidez, irreflexión, locura e imprudencia. La stultitia crucis no coincide, evidentemente, con ninguno de los matices citados antes. Cristo no se dejó crucificar por estupidez y tampoco por irreflexión o imprudencia. Menos todavía por locura. Enviado por el Padre al exilio de la carne, se dejó voluntariamente insertar en el fatum de los hombres y sólo se hizo condenar y matar para que se cumpliera su destino ejemplar, ya que, sin crucifixión, no hay resurrección, y sin esta tampoco hay cristianismo. El silogismo crístico es perfecto. Ninguna de las fases de su derrotero excluye o contradice a la otra. Todo forma parte de una lógica divina tan completa que no excluye ni lo racional ni lo irracional, pero elimina la exclusividad erasmiana de este último. Preferir a los incultos, a los niños y a los simples de espíritu no implica simpatizar con los stultissimi, sino rechazar las filosofías de los sofistas y hasta de los estoicos, ya que no nos ayudan a conquistar la verdad. Todo el sistema de la filosofía y de la teología erigido por los sabios a lo largo de dos milenios vale poco, según Heidegger, comparado con lo que él llama “la teología de Cristo en la Cruz”. Que tampoco es stultitia, sino cristianismo indefinible desde los conceptos de los filósofos y hasta de muchos teólogos.

Me pregunto, por consiguiente, ¿hasta qué punto es Erasmo cristiano? Hasta el punto, quizás, en que lo eran los hombres de su tiempo, rotos por dentro, como Petrarca, colocados por el humanismo en un lecho de Procusto que desgarraba su cuerpo con los artificios e instrumentos del alma, o a esta con los de aquella. Es impresionante en el texto de Erasmo la riqueza de los argumentos. Parece una ideología. Trata de encontrar forzosamente argumentos para demostrar su tesis: la locura, único poder que hace posible la vida, tesis que Erasmo defiende en un momento, precisamente, en que, ante la división producida por la Reforma, tendrá que tomar partido, a favor, sin embargo, de una Iglesia con la que no simpatizaba. Sí, pero fue la fórmula que, en el fondo, amargó su vida, sobre todo hacia el final, cuando su amigo Tomás Moro es condenado a muerte y ejecutado según la voluntad de Enrique VIII. Fue uno de los intelectuales (no sé cómo mejor llamarlo) más agudos de todos los tiempos, torturado por la aegritudo petrarquiana, deseoso de impartir serenidad y paz interior a sus desgarrados contemporáneos, pero sin lograrlo ni siquiera para sí mismo. Y no tuvo la suerte de Petrarca, porque las poesías que escribió no están a la altura de su divertimiento, única supervivencia de una obra que conmovió a los hombres de su tiempo, pero que, para nosotros, sólo vive en este Elogio de algo que nos define hasta cierto punto, pero nos apasiona con reparos. Creo que Cervantes y El Greco resolvieron el problema con mayor sabiduría cristiana, lo que vuelve a situarnos dentro de una cordura cada vez más alejada de Erasmo.


Vintila Horia, en El Alcázar, 12 de marzo de 1987


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miércoles, 8 de julio de 2009

La realidad de la disidencia


El periódico romano Il Secolo d´Italia publicó hace poco una interesantísima entrevista con el disidente soviético Iuri Malchev, autor de un libro titulado La otra literatura, editado en Milán en 1976. Esta entrevista, hecha a una de las personalidades más prominentes del exilio soviético, actualmente profesor de literatura rusa de la Universidad de Milán, es de una desgarradora tristeza. En primer lugar, porque pone de relieve la situación de proletarios a la que han sido reducidos en la URSS los escritores que no forman parte del partido y que tienen la osadía de manifestarse en contra del mismo y, en segundo lugar, porque da cuenta de la situación del disidente exiliado en Occidente donde pocos intelectuales se atreven a tomar actitud [sic] contra el comunismo por miedo de verse tachados de reaccionarios. En realidad, como declara Malchev, la mayor parte de los escritores de categoría, como Solzhenitsin o Zinoviev, viven desde [hace] años en el llamado mundo libre. De los poetas o novelistas fieles al régimen, como es el caso de Evtuchenko, pocos o ninguno pueden ser comparados con los demás. Nadie los lee y sus libros se amontonan en las librerías y en las editoriales del Estado y acaban en la hoguera como material inútil y embarazoso. Evtuchenko no es "sino un cadáver viviente", al que nadie lee ya porque la gente ha sido desengañada por el poeta, en un principio considerado como disidente y luego convertido por la buena vida y los viajes al exterior en un instrumento del partido. Lo mismo ha sucedido en Rumania, por ejemplo, con Miguel Beniuc, poeta de mucho talento hasta el momento en que doblegó a su musa y la convirtió a la fea hada mala del comunismo.
En cuanto a la situación de los disidentes soviéticos en la Europa occidental o en las Américas, la opinión de Malchev es de las más desgarradoras. "No es un misterio para nadie que la cultura italiana está todavía dominada por la filosofía marxista. Todos temen ser considerados como anticomunistas y, de esta manera, perder el título de demócratas." La situación, bajo este aspecto, es desesperada, porque esta triste estupidez se ha transformado en una costumbre, bajo cuyas banderas se está marchitando Europa.

En cuanto a Sakharov, Malchev declara lo siguiente: "Es una auténtica angustia. Es una trágica historia, hecha más trágica aún por el silencio de la opinión pública mundial. Tratemos de imaginar si esto hubiese ocurrido en Chile o en África del Sur: hubiéramos tenido manifestaciones, protestas. Para Sakharov, en cambio, el silencio absoluto". La cobardía de Occidente es realmente impresionante. Por este motivo y por los expuestos más arriba, el desengaño de los emigrados es indescriptible. Afirma Malchev: "Esta migración hacia occidente ha sido para muchos de nosotros una gran desilusión: la mayor parte de los exiliados viven en un estado de desesperación y de desconfianza. Pensábamos encontrar aquí un ambiente capaz de acogernos y que habría podido comprender nuestros problemas y ayudarnos en nuestra lucha. En cambio, ha sucedido exactamente lo contrario." Es esta quizá una de las vergüenzas más inocultables de nuestra época. Gente decidida a defender la libertad, bien supremo de los seres humanos, es hoy casi tan maltratada en Occidente como en el gulag del que han huido despavoridos.

Es el caso de Alejandro [sic] Solzhenitsin. Después de los primeros éxitos, debidos a su talento y al Premio Nobel (¿cómo se atrevieron a dárselo los académicos suecos que acaban de premiar al vate de Nelson Mandela?), el autor de El primer círculo ha sido abandonado al olvido, considerado como un elemento indeseado dentro de esta politiquería occidental decidida a vender a la URSS no sólo mercancía sino también libertades. "Su posición (la de Solzhenitsin), declara Malchev, no sólo no es extremista y alocada, como se dedican a describirla sus poco honestos adversarios, sino que refleja el alma más auténtica del pueblo ruso. Si hoy hiciéramos venir a un ruso a Occidente y lo hiciéramos hablar de sí mismo, de sus propias esperanzas, nos hablaría como lo hace Solzhenitsin. A los occidentales esto podrá aparecer como extremista, pero es la [?] de un ruso, uno de los 250 millones de rusos". Lo que significa que, a pesar de las mentiras difundidas por los medios de comunicación, sometidos a lo que Malchev llama "la filosofía marxista", la inmensa mayoría de los rusos, como de los pueblos satélites, está en contra del régimen. Por este motivo no hay elecciones políticas en la URSS y por este motivo, también, los intelectuales de Occidente, amantes de la libertad, están en contra de los pueblos y al lado de los peores tiranos.


Juan Dacio (Vintila Horia) en El Alcázar, 30 de octubre de 1986


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