Casi todos los días, por la mañana, paso delante de la casa de don Miguel, camino de la Universidad. Y le envío un amistoso saludo y le llamo, según las estaciones de mi alma: Querido Miguel, o querido don Miguel, testimonio de mi respeto el uno, de mi admiración el otro. No sabemos si aquella casa fue realmente la de su padre, el médico de Alcalá, pero esta exactitud documental a mí me deja sin cuidado, como lo de saber si el Greco vivió realmente en lo que hoy llaman su casa, en Toledo. Lo importante es que las hayan rozado con sus pies, con sus ojos y sus manos, que hayan cosechado recuerdos al pasar por aquellos lugares, que hayan soñado en ellos, que estén dentro de ellos en el momento en que el peregrino que soy, caminante por el mismo camino del exilio forjador de conocimientos, pasa delante –y tan cerca—de unas piedras cargadas de destino, quiero decir de vivencias todavía perceptibles. Perceptibles en el Greco porque ha dejado huellas de sus contactos en las pinturas y Toledo está lleno de ellas, mientras el alma de don Miguel es como si no estuviera en Alcalá, porque los libros no son como los cuadros, son lejanías antirrealistas, cajas secretas que hay que saber abrir para que te revelen la existencia de su contenido. Y tanto el Quijote, como Numancia, no están en las calles de Alcalá, ni en la casa ni en la estatua que llevan su cara y su nombre. A Miguel hay que ir buscándolo en lo oculto invisible de sus historias impresas, objetos abstractos que concretamos o figurativamos [sic] con la ayuda del acto desocultador que es la lectura, acto casi mágico, de acción indirecta, mental, opuesta al contacto directo que proporciona un cuadro. De manera que, si Toledo es el Greco y Alcalá es Cervantes, Toledo es visible y Alcalá invisible. Por este motivo, el primero está encima de una colina y el segundo en una llanura. Por este motivo Toledo es limitado, igual que un monumento o cualquier realización plástica, mientras Alcalá no tiene límites, es algo en el tiempo, mientras la otra se erige directamente entre las aristas del espacio.
Sin embargo, en este mismo momento de la primavera, tan
generosa en colores este año, Alcalá acaba de producir un milagro en el
espacio, relacionado, supongo, con una voluntad de epifanía de don Miguel.
Y si hay un “maggio florentino”, también puede haber un “mayo alcalaíno”
dominado por el inmenso rosal que florece delante de la casa llamada de
Cervantes, en la calle Mayor, pegada a un hospital del siglo XV, donde se
esconde, por cierto, otro misterio complutense. Es aquel rosal uno de los más
altos y ricos que jamás había visto y husmeado. Tendrá unos siete metros de
altura y en este momento está llenando la calle de su angélico perfume y de su
color amarillento, empujando hacia el rosa de su nombre, color de la pasión
tenue, delicada y duradera, opuesta a la violencia accidental, apasionada, pero
peligrosa y pasajera, del rojo. Me gustan las rosas amarillas, vibrando en la
luz de su propio nombre, la única flor que es, al mismo tiempo, sustantivo,
especie y adjetivo. Rosa como la flor y rosa como el color. Rosa, también, como
una santa, una persona, un sentimiento, algo concreto y abstracto a la vez. La
belleza del rosal de don Miguel está expuesta, estos días, ante todo el
mundo. No hay que pagar entrada para verla, ya que se encuentra en la calle,
como algo que mañana quizá llegará a ser un arco de triunfo color de rosa, por
encima de su calle, por encima de la ciudad y de todos los espacios. Algo que
añoramos como un equilibrio perdido, el color de las edades de oro o del mismísimo
paraíso, símbolo de la sabiduría, del número 33 (treinta más tres, número
sagrado, símbolo de la Santísima Trinidad), que es el número de Cristo y
de las hojas de la rosa y, en rumano, heredando el nombre de los antiguos
griegos, se dice trandafir, o trantafillón, que significaría
“treinta hojas” o pétalos. Y puede tener más pétalos en algunos casos, quizá
míticos, como estas enormes rosas de Alcalá de Henares ya que los latinos la
llamaban Rosa centifolia. Vale la pena verlas, en aquella rúa de soportales,
tan antigua y pueblerina, tan sabihonda y universitaria al mismo tiempo, que
lleva desde el rosal de don Miguel a la capilla de Cisneros y su
espléndida Sorbona castellana.
Esta mañana me detuve delante de la casa para fotografiar la
cascada de rosas, la más bella del mundo, digo yo, y que es como una manera de
consolarme y, mientras tomaba café, en una cafetería cerca de la plaza,
recuerdos de rosas invadieron mi memoria. Hace quizá cinco, quizá seis o siete
años, ante el rosal que han plantado al lado de la tumba suiza de Rilke
en Raron... El autor de Las elegías de Duino había escrito en un poema
compuesto cerca de aquel sitio, en su torre de Muzot:
Rosa,
contradicción pura, placer de no ser sueño de nadie entre tantos párpados.
Y había muerto pinchado por una rosa. Se le infectó la
sangre, lo llevaron a una clínica, pero los médicos de 1926 no tenían los
medios para curar de los que disponen hoy y el poeta falleció asesinado por la
flor que más había querido en su vida. Curiosa muerte. La rosa como traslado,
como instrumento elegido de antemano. “En una rosa está tu lecho”, había
escrito en otro poema de la misma época... Había elegido aquel sitio pegado a
la iglesia de Raron, desde donde se contempla el valle del Ródano hasta muy
lejos, más allá de Sierre. Es como un balcón privilegiado, desde donde casi se
puede divisar, entre sus viñedos civilizados, la torre de Muzot, donde una
tarde Rilke había compuesto estos versos:
Rica
estaba por ellas la estancia, cada vez más llena y saturada.
Rosas
morosas: de pronto dispersas.
Al
anochecer quizá. El decidido caer de los pétalos
suena en
el borde de la chimenea como un tímido aplauso.
¿Aplauden
al tiempo, que ten tiernamente las mata?
La traducción, muy bella, es de Jaime Ferreiro Alemparte,
y, al leerla, me hace recordar aquella escena, citada a menudo por los
biógrafos de Rilke: Un día, en una calle de París, encuentra una
pordiosera que tiende la mano. En lugar de regalarle una moneda, el poeta saca
la rosa que lleva en el ojal y se inclina ante la pobre mujer, que acepta el
homenaje. Extraña, por noble y comprensiva, generosidad del poeta que, al no
poder compensar como era debido el sufrimiento humano, la pobreza
inextinguible, dio lo que más podía salvar en aquel momento: su rosa preferida,
homenaje a la mujer eterna. La rosa como símbolo de la Virgen que hizo cantar a
otros poetas, del mismo linaje. Rosa mística, concentración de pétalos
envolviendo y ocultando el secreto, treinta y tres, o cien, como en la
disposición numérica de los cantos en la Divina Comedia, poema para
entendidos, igual que la rosa.
Los románticos cantaban la “flor azul”, que es el mundo
interior, el horizonte de la soledad desde el cual nacen los sueños y la
nostalgia. Y no hay rosas azules. Lo que, de repente, sitúa a los románticos en
un universo limitado. Por el contrario, el siglo XVIII, como todo racionalismo,
no tiene color alguno. Es un tiempo incoloro, frío, quizá clarísimo, pero
invernal. Quien ama las rosas se sitúa in medias res, en el centro del problema,
lejos de los extremos peligrosos y a menudo satánicos; quien sabe llevar el
centro consigo mismo no añora ni la flor azul ni la ausencia de las flores,
sino solo la rosa, que es meta de la última sabiduría.
Desnudas, opulentamente
desnudadas
nos miraban las rosas
de los viejos rosales,
con asombro.
¡Oh qué poco pesaba
tu derramada inmensidad sobre
mi corazón ardiente!
¡Eras toda la tierra ya,
y eras todavía todo el cielo,
dice Juan Ramón en una de sus Eternidades,
título para un ramo de rosas, claro está. O para un rosal asistente, el rosal
que mira y comprende a los enamorados o cualquier otro misterio igualmente
desnudo, o sea profundo y vital. Y en este poema de Gerardo Diego, ¿de
quién se trata? ¿De una dama o de una rosa?
Acodada en la losa
de mármol del café,
como la dama rosa
del lienzo de Manet,
estabas pensierosa
y sin saber por qué...
Si volvemos al rosal de Alcalá y lo contemplamos como es
debido, teniendo en cuenta los poetas y los poemas citados más arriba, nos
encontraremos, casi sin pretenderlo, ante una explicación posible, dando cuenta
del milagro. Las rosas de la casa de don Miguel son tan bellas y su
rosal tan alto, hasta altanero, porque el dueño del lugar tiene que ver, sin
duda, con aquello. Cervantes es espíritu romántico y clásico a la vez,
señor de la completez, centro de una obra que representa la totalidad española
del conocimiento, tal como la generación del Quijote, sus antepasados y
herederos más directos, la habían ejercido en la tierra, movidos por el afán de
la ecumene libertadora. Lo que El Greco había pintado en “El entierro
del conde Orgaz” era también un centro, por encima de todos los extremismos.
Una lección de opulencia conocedora, por encima de los humanistas sin color y
las tragedias azules del barroco manierista. Aunando esto en un haz
gnoseológico, reunimos en un solo personaje abstracto, calderoniano, a don
Quijote y a Sancho Panza. Es otra opulencia. (Opulentia es riqueza y
poder, en latín.) Igual que la rosa, riqueza y poder, como realidad visible y
como símbolo de todas las cosas, visibles e invisibles. ¿Y cómo negarse a creer
que, detrás del rosal de Alcalá, desde aquella casa o simplemente desde aquel
sitio donde empezó a crecer hacia su vida y su obra, don Miguel está
directamente implicado en aquella riqueza de colores, perfumes y sugerencias y
que, de vez en cuando, cada mes de mayo por ejemplo, otorga a Alcalá de
Henares, a través del sentido eterno de su obra, esta presencia palpable de su
genio integrador?
Vintila Horia, en El Alcázar (fecha desconocida)
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